Violencia en la corte virreinal
Al interior de la corte virreinal, la violencia como forma de satisfacción de las ofensas a la honra era parte del código no escrito que regulaba la conducta de los cortesanos y las relaciones entre ambos sexos
Violencia en la corte virreinal
Diario de Gregorio Martín de Guijo, 3 de junio de 1655
El jueves 3 de junio de 1655 se celebró en la Ciudad de México la fiesta religiosa de Corpus Christi. La ocasión se señalaba con una gran procesión que recorría las calles de la capital con la participación de los principales gremios, cofradías, órdenes religiosas y otras instituciones o cuerpos. Doña Juana Díez de Aux y Armendáriz, esposa del duque de Alburquerque, virrey de la Nueva España, contempló la procesión desde los balcones de la recién estrenada casa de Francisco de Córdoba, contador mayor del Tribunal de Cuentas o de auditoría del virreinato. Cuenta Guijo que con ese motivo Córdoba “hizo un gasto muy costoso en el regalo de almuerzo, dulces y dádivas a la dicha duquesa virreina y a su hija”.
Sin embargo, pocos días después se rumoreaba por toda la ciudad que el virrey se había presentado en casa del contador, y que en presencia de la virreina y “por ocasión pequeña, le dio de mojicones” (o sea, de puñetazos) “en la boca al dicho Córdoba, que lo bañó en sangre y derribó un diente”. ¿Qué había pasado? ¿por qué el gobernante había incurrido en tan desbocado acto de violencia?
Francisco Fernández de la Cueva, duque de Alburquerque, fue virrey de Nueva España entre 1653 y 1660. Pertenecía a una antigua y poderosa familia de nobles de la que habían salido muchos virreyes para gobernar diferentes territorios de la inmensa monarquía española. Incluso su esposa era hija de un ex virrey novohispano, Lope Díez de Aux, marqués de Cadereyta. Don Francisco era además un veterano y muy reconocido militar, conocido por haber combatido heroicamente al frente de la caballería española durante la batalla de Rocroi en contra de los franceses en 1643.
Dentro del sistema patriarcal de valores que regía la conducta de la nobleza a la que pertenecía el duque de Alburquerque, uno de los más importantes era la honra, es decir, el respeto que se debía a la familia y la conducta de un individuo virtuoso. La honra podía perderse por cometer actos contrarios a las virtudes y condición jerárquica del noble, o por una ofensa de palabra o de hecho por alguien más en contra de la buena reputación de su persona. En este último caso, se creía que la honra perdida solo podía recuperarse por una “satisfacción” o compensación por parte del agresor equivalente al tamaño de la ofensa recibida. No demandar esa compensación, por otra parte, “deshonraba” nuevamente al ofendido, y lo hacía merecedor de las burlas y el descrédito de parte de sus semejantes.
Al interior de la corte virreinal, la violencia como forma de satisfacción de las ofensas a la honra era parte del código no escrito que regulaba la conducta de los cortesanos y las relaciones entre ambos sexos. Aunque los galanteos entre damas y caballeros nobles, incluso casados, estaban hasta cierto punto permitidos en la corte, si un marido celoso juzgaba que los favores o palabras hacia su esposa por parte de otro hombre excedían lo tolerable, se le consideraba en su derecho de buscar satisfacción a su deshonra incluso mediante el derramamiento de sangre. Quizás el virrey creyó ver en las atenciones de Francisco de Córdoba hacia la virreina un riesgo a la reputación de su hombría, y antes de que empezaran a correr los chismes “se curó en salud” propinándole unos cuantos “mojicones” al contador en aquel ajetreado Jueves de Corpus del año 1655.