Cuando el rey está tan lejos… el recibimiento del sello real
En la Nueva España, el sello real era un objeto de veneración que simbolizaba la autoridad y la presencia misma del rey. Grabado con sus armas, se usaba para certificar algunos documentos oficiales por parte de la Audiencia. Su llegada desde España en un cofrecito implicaba un ceremonial que subrayaba su poder y el acceso a quienes podrían administrarlo.
Cuando el rey está tan lejos… el recibimiento del sello real
Diario de José Gómez, 26 de abril de 1792
A finales de abril de 1792, José Gómez, miembro de la guardia del virrey, tuvo “el honor de llevar el real sello del señor Carlos IV, desde la sala del Real Palacio hasta la Real Audiencia, cuando vino de España”. Su diario nos da cuenta de una ceremonia de muy larga tradición y que tuvo especial importancia en los reinos americanos: la recepción del sello, es decir, de un molde o troquel, generalmente hecho de plata, grabado con las armas o escudo del monarca. Con él se certificarían, estampándolo sobre una oblea de una pasta rojiza llamada lacre que se adhería al mismo documento, las provisiones o resoluciones emitidas por la Audiencia en nombre del rey. Estando la máxima autoridad a un océano de distancia, el sello mismo se convertía en un símbolo de su presencia y, por tanto, su llegada se revestía de rituales y ceremonias. El sello es el poder el rey… es el rey.
Gómez dice que ese día “en el Real Palacio, en la Real Audiencia, hubo un acuerdo público en presencia del señor virrey y del señor regente don Francisco Xavier de Gamboa, y de todos los demás señores oidores, para abrir el sello real del señor don Carlos IV”. Por Real Palacio se refiere, por supuesto al que hoy conocemos como el Palacio Nacional, que era la sede no solo del virrey, sino también de la Real Audiencia, la máxima instancia judicial en el reino, entonces compuesta por ocho oidores, incluyendo al virrey (en el caso de la Audiencia de México) como presidente, con diferentes funciones cada uno. Esto es, José Gómez apenas caminó unos pasos al interior del recinto entre las habitaciones del virrey y las de la audiencia. Pero si hablamos del sello como el rey mismo, no fue poca cosa para nuestro diarista.
La recepción del sello real, de acuerdo con el alabardero Gómez, “fue en esta forma: salió el señor virrey de su vivienda solo, y en el Cuerpo de Guardia de Alabarderos estaba la compañía formada, y lo acompañaron con su capitán hasta la Real Audiencia, y luego se encerraron a ver el cajoncito en que venía el real sello”. En este momento, las máximas autoridades del reino hacían en privado la apertura de este pequeño cofre enviado desde España. Este ceremonial remarca el enorme símbolo de poder que era conferido al objeto mismo del sello y sobre las pocas personas que podían acceder a él y administrarlo.
El sello representaba su poder, pero la presencia del rey en América también era expresada en otros objetos. Por ejemplo, el retrato del monarca en turno era colocado en los salones ceremoniales de las corporaciones del reino, tanto como hoy se suele colocar la fotografía del o la presidenta en las dependencias gubernamentales. Las ciudades también contaban con un pendón real, es decir, una bandera u estandarte, a veces con el escudo de armas otorgado por la misma Corona y cada año salía en una procesión pública para refrendar la lealtad de la ciudad al monarca. Estos objetos y otros que provenían del rey mismo cuando enviaba una cédula original desde Madrid, recibían veneración como si fuera el rey mismo, y de ahí que alrededor de ellos además de reverencias y ademanes, se hicieran fiestas o ceremonias como la que describe Gómez. Y si bien muchos de estos objetos buscaban publicidad, es decir, estar a la vista de todos, el sello guardado en el cofre quedaba como un privilegio solo para las máximas autoridades del reino. Así se mantenía un halo de mistificación sobre el ejercicio del poder hecho bajo su nombre.
Aunque Gómez no da cuenta de ello en su diario, sabemos de otros momentos y ceremonias en las que ese cajoncito que era enviado a todas las ciudades de la Monarquía que eran sede de una audiencia, viajaba en una mula ricamente ataviada y era recibido bajo palio al ingresar a su ciudad de destino, un privilegio que solo tenían figuras religiosas, ni siquiera el virrey. Si bien este ceremonial se fue conformando y modificando desde la Edad Media hispánica, su formato moderno y americano se codificó desde el siglo XVI, en el reinado de Felipe II, y su normatividad quedó compilada en la famosa Recopilación de Leyes de los Reynos de las Indias de 1680. En su libro, El sello y registro de Indias: imagen y representación, la historiadora Margarita Gómez Gómez analiza de cerca tanto las regulaciones que conformaron este ritual en América, así como diferentes testimonios y registros disponibles de estos recibimientos.
Mientras el virrey y la audiencia abrían en secreto el nuevo cajoncito con el sello de Carlos IV, el ceremonial incluía también lo que debía hacerse con el sello de su antecesor, Carlos III. Cuenta Gómez que “la Compañía de Alabarderos pasó a la Real Chancillería a traer el sello viejo, y habiendo llegado se leyó la real cédula del sello nuevo, y después lo besaron desde el señor virrey y todos los demás señores; después besaron el real sello viejo e hizo juramento el señor chanciller, licenciado don José de Jáuregui, puesta la mano derecha sobre la corona y la izquierda en el pecho”. Y es que, dentro de las audiencias, uno de los oidores jugaba el papel de canciller, esto es, el teniente del sello y que, junto con un registrador, administraban su uso luego de que la audiencia conviniera certificar alguna provisión a nombre del rey. Así, el monarca contaba con un canciller en aquellas ciudades donde hubiera una audiencia con ese rango: Guadalajara, México, Guatemala, Manila, Lima, Quito…. Y otras más.
La solemnidad que describe Gómez sobre el trato al sello viejo muestra nuevamente cómo éste era considerado una representación del propio rey. “Concluido esto, la Compañía de Alabarderos acompañó al sello nuevo hasta la Chancillería, y luego que volvieron, salió el señor oidor decano con el secretario de Cámara, don Ignacio María del Barrio, y el portero decano, don Mariano Quiñones, a la casa del ensayador, en que llevaron el real sello viejo a fundirlo, que pesó un tercio, dos marcos, una onza y 6 adarmes”, es decir alrededor de medio kilo. Los sellos viejos no podían prevalecer más que fundidos, pues el poder que representaban también se había extinguido junto con la vida del monarca que falleció.
El viejo sello, ahora fundido, debía entregarse, también de forma ceremonial: “luego pasaron a dar razón a las cajas reales y trajeron recibo de los oficiales de que lo habían recibido, y después de todas estas diligencias acompañaron los señores oidores al señor virrey a su vivienda, juntamente con la Compañía de Alabarderos, y se finalizó la función.”
De los sellos enviados por los reyes a sus cancillerías americanas, contamos con un testimonio conmemorativo particularmente rico y extenso que se mandó hacer por la propia Audiencia de Guatemala cuando recibieron, al igual que México, el de Carlos IV ese mismo de 1792. Aquella relación es analizada por el historiador Jaime García Bernal en su artículo: “El recibimiento del Sello Real de Carlos IV en la Audiencia de Guatemala (1792): epítome y epígono de una tradición secular”. Es de ese documento y del artículo de García Bernal que tomamos algunas imágenes.
Volviendo a Gómez y cómo en su diario muestra con orgullo haber sido distinguido como portador, por unos pasos, de la propia figura del rey materializado en su sello, también fue importante para él dejar un registro de cómo éste entró en funciones: “La primera cosa que se selló con el sello nuevo del señor don Carlos IV en México, fue una real provisión despachada al gobernador interino de Veracruz, y fue del oficio de Cámara de don Rafael de la Mata.”