Una escaramuza política y la ciudad al borde de la crisis
Las pugnas entre el clero secular y regular por el gobierno espiritual de la Nueva España fueron constantes y a veces muy encendidas. Dos días antes de la Navidad de 1669, el arzobispo estuvo a punto de ser desterrado y de estallar así una crisis política en la ciudad de México.
Una escaramuza política y la ciudad al borde de la crisis
Diario de Antonio de Robles, 23 de diciembre de 1669
En los días previos a la Navidad de 1669, el arzobispo de México, fray Payo Enríquez de Rivera, estuvo a punto de ser desterrado, estallando así una crisis política y tal vez una revuelta en la ciudad de México. “Estando el dicho señor arzobispo con toda entereza resuelto a salir desterrado por defensa de la inmunidad eclesiástica, sobre que se comenzó a alborotar el reino, y la clerecía se prevenía para defenderlo”, dice Antonio de Robles en su diario, el virrey marqués de Mancera consiguió calmar las aguas. Para el 23 de diciembre, en el punto de máxima tensión, el arzobispo aceptó bajo protesta las órdenes que se había negado a obedecer y que propiciaron esta crisis; y, por su parte, ya no le fue presentado su auto de su expulsión. Este caso, junto con otros de características similares, resulta muy ilustrativo de la complicada forma en la que funcionaba la política en la Nueva España.
Además del virrey y el arzobispo, esta crisis involucró a la Real Audiencia, a la orden de San Agustín y a su titular provincial en México, fray Marcelino de Solís, así como a la orden de San Francisco. Además, según lo narra el diario de Robles, pudo haber intervenido la Inquisición e incluso la virreina. “También se dijo que la virreina sabiendo que se había notificado la tercera [provisión contra el arzobispo donde se le comunicaba el auto del destierro], le dijo al virrey que si no hacía recoger las provisiones, se entraría luego ella en el convento de Santa Teresa, y que por esta causa hizo recoger dichas provisiones.” Se trata de la célebre Leonor Carreto, en cuya corte comenzó el brillo de la entonces Juana de Asuaje y quien tomaría después el nombre de sor Juana Inés de la Cruz.
Antonio de Robles da apenas algunos detalles sobre esta situación que comenzó en septiembre de ese mismo año. El arzobispo había recibido la orden del virrey de dar “colación canónica” a 16 frailes agustinos y franciscanos. Esto es, a petición de los provinciales de estas órdenes religiones y ratificada como orden por el virrey, fray Payo debía remover a los encargados de 16 parroquias en total y, en su lugar, asignar a los nuevos frailes. La historiadora Leticia Pérez Puente, en su investigación doctoral sobre la figura de fray Payo Enríquez de Rivera, analiza la escalada del conflicto a través de las cartas y documentos que se produjeron a partir de que Rivera respondió que, antes de acatar la orden, demandaba las razones de la remoción de los párrocos salientes, además de aplicar un examen de lengua y suficiencia a los reemplazos.
El arzobispo, más que desobedecer la orden del virrey, buscaba hacer valer sus atribuciones políticas. En el fondo, éste es un capítulo más que refleja la larga e intensa pugna entre el clero secular y el regular por el gobierno espiritual y, por ende, el control de la población indígena. En el establecimiento del poder de la Monarquía en los territorios conquistados a los mexicas y a otros pueblos, se envió primero a las órdenes mendicantes con prerrogativas y autonomías de las que no gozaban en Europa. Desde entonces fue un estire y afloje entre estas órdenes religiosas, el clero secular y otras órdenes que llegaron después, en las que se buscó revertir esta situación.
La intención de fray Payo era precisamente fortalecer su autoridad episcopal sobre las órdenes religiosas. El arzobispo tendría pleno derecho eclesiástico a demandar la información que solicitó y de aplicar aquel examen, salvo por otro problema: el virrey, como representante de la Corona en México, había ya dado la orden de instalar a los nuevos frailes y también tendría pleno derecho a hacerlo. ¿Quién tendría, entonces la razón y decisión final?
La Real Audiencia de México intervino inmediatamente emitiendo una provisión donde daba la razón al virrey: Rivera debía “dar colación” a los nuevos frailes, nadie le debía explicaciones y, sobre el examen que pretendía aplicar, solo debía comunicar al virrey su opinión para que éste la tomara en cuenta. El arzobispo intentó entonces abrir un diálogo epistolar con el marqués de Mancera. Sin embargo, el virrey se negó a abrir sus cartas y, en consecuencia, fray Payo simplemente ignoró la provisión de la Audiencia. Ante ello, en noviembre vino una segunda provisión que nuevamente fue ignorada.
El clímax de este desencuentro empezó el 22 de diciembre, cuando, de acuerdo a Pérez Puente, el arzobispo recibió el anónimo de “un duende” que le advertía que una tercera provisión llegaría con la orden de embargo de todos sus bienes y el destierro de todos reinos de la Corona. Al día siguiente, fray Payo amenazó con excomulgar a cualquiera que se involucrara en forma alguna con esa provisión: desde quien se la entregara hasta quien la redactara y, por supuesto, a quien la ejecutara. Es en este momento que la virreina le habría dicho al virrey, según cuenta Robles, que le retirara la provisión a Rivera o se metería al convento de Santa Teresa. Sea cierto o no, puede considerarse que la mención de su intercesión indica lo delicado que se habría tornado el asunto.
Robles dice que “se comenzó a alborotar el reino” y que “la clerecía se prevenía para defender” a fray Payo. Incluso al inicio de su relato sobre este caso dice que “se temió fatalidad”. Y es que, de acuerdo a Pérez Puente, en estos días previos a Navidad, se esparció el rumor de que el arzobispo y sus sacerdotes estarían listos para prender fuego al convento de San Agustín y al Real Palacio. Este rumor lo habría diseminado, entre otros, el propio provincial agustino, fray Marcelino de Solís. La situación comenzaba a parecerse mucho a una de las peores que aún se recordaba: aquella de 1624 en la que un arzobispo excomulgó al virrey y éste en consecuencia lo desterró, terminando en una revuelta popular de apoyo al arzobispo.
Robles sugiere que, así como en esta ocasión el virrey pudo haber cedido por la intercesión y amenazas de Leonor Carreto, fray Payo lo habría hecho por la intervención de la Inquisición. “Sabiendo el virrey lo que pasaba, temió sucediese algún grave inconveniente, y pidió a los señores del santo Oficio redujesen a dicho señor arzobispo a que obedeciese dichas provisiones.” Y es hasta que la Inquisición le dice al arzobispo que tomara en cuenta “los daños graves que se seguirían de no [obedecer las provisiones], en cuya consideración y porque no sucediese algún tumulto y se perdiese el reino por él, hubo de obedecer con protestas”. Si bien en la investigación de Pérez Puente no da cuenta de estas dos participaciones (la de la virreina y la del a Inquisición) y podrían no haber ocurrido, resalta que para el diarista Robles, ambas figuras tienen un peso en esta historia. También nos habla del papel estabilizador que la Inquisición podía adquirir en ciertas situaciones de conflictividad política.
El igual que en la mucho más severa crisis de 1624, el colofón de la porfía viene con una serie de cédulas enviadas por la Corona, en este caso por la reina Mariana, donde se repartieron regaños y razones para todos. “Y se sosegó todo”, dice Robles. Incluso fray Payo tuvo la oportunidad más tarde de ocupar el cargo de virrey en el interinato más largo que haya ocurrido. También el entonces calificador del Santo Oficio, Juan de Ortega Montañés, sería más tarde arzobispo de México y virrey interino. La ambigüedad jurídica, el traslape de funciones, la mezcla de los poderes civiles y religiosos, así como la lejanía de una última instancia, más que un mal arreglo institucional, parece parte esencial de su diseño. Las más altas esferas del poder político y religioso de la Nueva España competían entre sí, entrampándose con frecuencia y movilizando los recursos jurídicos y políticos que tenían a la mano. Sin embargo, esa ambigüedad en la máxima autoridad, devolvía siempre la última palabra a la Corona, quien así se garantizaba el ejercicio del poder en México desde miles de kilómetros y un océano de distancia.