La venganza de la Santa Cruz

En 1613, dos mujeres se enfermaron y murieron tras oponerse a la colocación de cruces en caminos que reclamaban como propios. Sus muertes fueron vistas como castigos divinos por ofender a la Santa Cruz. Este caso revela la importancia de estos emblemas religiosos, las disputas por el espacio urbano entre españoles e indígenas, así como las algo las dinámicas sociales, barriales y de género de la época.

Cruz atrial del convento de San Francisco hacia 1550. Detalle del mapa de Santa Cruz o de Uppsala. Universidad de Uppsala. 

Relación de… la colocación de una santa y hermosa cruz de piedra. Reimpresión de 1748 de un folleto sobre la “Cruz de Mañozca” de la Catedral Metropolitana colocada en 1648. 

Antigua cruz atrial de la Villa de Guadalupe. Museo de la Basílica de Guadalupe.

La venganza de la Santa Cruz

Diario de Chimalpahin, mayo de 1613.

Dos mujeres: María, indígena, vendedora de atole y viuda de un sastre, y Mariana Rodríguez, española, ambas vecinas del viejo barrio de Xoloco o Acatlán, al entonces sur de la ciudad de México (por el rumbo de San Antonio Abad), se enfermaron en mayo de 1613 y murieron a los pocos días. En el caso de María, el diario de Chimalpahin no da detalles de sus malestares. De Mariana, en cambio, nos dice que de pronto sufrió fuertes dolores de cabeza y los síntomas de la que era llamada la “fiebre verde” o pleuresía. También murió el yerno de la vendedora de atole, pero Chimalpahin centra su extenso relato de este caso en las dos mujeres, cuyas muertes las refiere como “dos milagros [que] ocurrieron en este barrio de Xoloco Acatla, junto a la iglesia y casa de mi querido padre San Antonio Abad en la ciudad de México, desde el principio del dicho mes de mayo; y yo don Domingo de San Antón Muñón Cuauhtlehuanitzin, los he puesto y escrito aquí porque de ambos fui testigo de vista”.

Las muertes fueron atribuidas a la intervención divina después de que ambas protestaron, por separado, porque los vecinos erigieron una cruz de piedra en un camino que reclamaron ser, respectivamente, de su propiedad. Dice Chimalpahin que hablaron “en contra del honor a la Santa Cruz”. Mariana Rodríguez “se enfrentaba a los vecinos riñéndolos y ofendiéndolos, y no se podrán repetir aquí todas las injurias y ofensas que profirió”. Por su parte, María, cuando logró que aprehendieran a los que construían el altar para la cruz “les iba gritando muchas cosas”. “Injurias y ofensas con que los reñía y denostaba” que, dice el diarista, tampoco “se podrán repetir”.

El caso de Mariana ocurrió primero. Ella y su marido, Diego Senete, vivían ya en una pequeña casa en Xoloco. Sin embargo, alegaron que habían comprado el terreno contiguo, donde se encontraba la cruz que, “desde hacía mucho tiempo habían levantado los antiguos que eran [los] padres” de los vecinos del barrio. De acuerdo con Chimalpahin: “les decían: quitad vuestra cruz, porque la tierra donde está es nuestra, y que se la compramos a fray Jerónimo de Zárate”. “Pero a los vecinos del barrio no les constaba que nuestro padre les hubiera vendido la tierra, por eso se enojaban cuando oían que les querían quitar su Cruz.”

Acusando a la pareja de robarles el terreno, el pleito fue llevado por la comunidad “a las autoridades”. Chimalpahin no señala concretamente a cuáles. Sin embargo, “como todavía hay justicia”, dice, al caso se le dio curso. Desde ese día se enfermó Mariana que, si bien la querella era también con su marido, ella era “la que más hablaba del asunto”. “Al día siguiente amaneció postrada en el lecho, enferma de pleuresía, la cual se le agravó, por lo que de la iglesia mayor le llevaron el Sacramento y ella comulgó”. Murió al tercer día.

El fallo fue favorable para los habitantes de Xoloco. “Cuando concluyó el pleito, la justicia les otorgó a los naturales la tierra en que estaba levantada la Santa Cruz para que la tuvieran siempre, sin que nadie se la quitara.” Sin embargo, la sanción divina solo fue severa para Mariana, pues dice Chimalpahin: “y aunque el dicho Diego Senete prosiguió el pleito, no se le hizo caso, no se escucharon sus reclamaciones.”

El caso de María, la vendedora de atole, comenzó a mediados de ese mismo mes y cuando los vecinos decidieron construir un altar para lo que parece era una nueva cruz. El diario no aclara si esta edificación fue a consecuencia del pleito con los Senete Rodríguez o no. Tampoco es claro en señalar la distancia que tendría ésta con la cruz antigua del relato anterior. En todo caso, el conflicto tuvo una dinámica muy similar, solo que Chimalpahin proporciona más detalles. También llama la atención que ocurriera en el mismo tiempo.

María reclamó que el camino en el que edificaban el pedestal era suyo, pero que, en realidad, “es propiedad de quienes la levantaron, es decir, de nuestros amigos y hermanos Juan Morales y su concuño Bernabé de San Jerónimo y es también propiedad de otros mexicas avecindados en Xoloco, no todos ellos pertenecen al barrio de Xoloco”. Era, pues, un camino de la comunidad. Cuando la vendedora de atole vio que estos dos hombres trabajaban en el altar, fue a quejarse con el corregidor, una suerte de magistrado nombrado por el rey para formar parte del cabildo de la ciudad y ejercer funciones de justicia y buen gobierno. Éste a su vez envió un alguacil español para aprehenderlos. Añade Chimalpahin: “mas no los aprehendió de buena manera, porque a ambos les amarró las manos”. “Y solo por los ruegos de algunos vecinos españoles les desataron las manos y así los llevaron al cabildo seglar para encerrarlos allá”.

Fue entonces fue se involucró fray Agustín del Espíritu Santo, administrador de la capilla de San Antonio Abad, la principal del barrio y donde servía nuestro diarista. Fue al cabildo a abogar por Juan y Bernabé: argumentó que el sitio donde se erigía la cruz era un camino común y los hombres fueron soltados con la consigna de no seguir con las obras hasta no terminar el pleito. Por tanto, cuenta Chimalpahin, el fraile condujo a ambos directamente con el virrey, el marqués de Guadalcázar, para que les otorgara una licencia para construir el altar. Por si fuera poco, también se buscó la autorización eclesiástica por parte del provisor, es decir, por parte del tribunal general del arzobispado.

Ya con estas licencias, “terminaron de construir el altar, lo adornaron e hicieron una fiesta cuando se bendijo la nueva Santa Cruz en el tiemplo de San Antón, el 26 de mayo, domingo de la pascua del Espíritu Santo”. “Bendijo la Cruz el muy reverendo padre fray Agustín del Espíritu Santo, y con una procesión muy solemne la fueron a colocar sobre el altar recién construido”. María, para entonces, ya estaba muy enferma y murió cinco días después, el 31 de mayo. “Se creyó y se comentó entre los vecinos del barrio que Dios nuestro señor, en su ira y enojo, había castigado a esta mujer”.

En este relato de Chimalpahin se asoman varios aspectos interesantes de la vida en los contornos de la ciudad de México a principios del siglo XVII. La primera de ellas es lo asentada que estaba entre la población indígena la devoción por la Santa Cruz, no solo en el barrio de Xoloco, sino en todo el valle de México y buena parte del reino. De todos los tamaños y materiales, éstas se encontraban ya diseminadas por todo el espacio urbano, en atrios de iglesias, calles, plazas y hornacinas de las casas. Uno de los ejemplos más notables del siglo XVI fue la enorme cruz hecha con el tronco entero de un árbol que se encontraba en el atrio del convento de San Francisco, frente a la extinta iglesia de San José de los Naturales y que podía verse a mucha distancia. 

Este caso muestra algo de cómo funcionaban las disputas por terrenos urbanos y espacios comunes, pero, sobre todo, la convivencia entre españoles e indígenas y su interacción con las autoridades para resolver estos asuntos, así como la dimensión comunitaria y barrial de los símbolos religiosos como artefactos que construyen y sacralizan el espacio y la identidad. Y, por supuesto, también se asoma el orden de género de la época. “Al fin, mujer”, dice Chimalpahin en el caso de María cuando nos habla de las “injurias y ofensas” que profería. También llama la atención que mencione la posterior muerte del yerno de la vendedora de atole, sin proporcionar más detalle y sin contarlo como uno de estos “dos milagros” donde se habría manifestado la ira de Dios contra aquellas que se opusieron la voluntad de la comunidad… o, en palabras de Chimalpahin, más bien “al honor de la Santa Cruz”.